Por Jorge A. Colombo (*) Hoy, el cerebro de un gorila pesa alrededor de 500 g; el del Homo habilis (hace 2 millones de años) pesaba 600 g. Quinientos mil años después el cerebro del Homo erectus, pesaba más de 800 g. Hoy, un millón y medio de años más tarde nosotros, los Homo sapiens, portamos un cerebro que tiene un peso promedio de alrededor de 1300 g. Un cerebro en el cual la corteza tuvo un desarrollo comparado descomunal. Tal vez convenga aclarar que para pesos corporales similares, mayor peso cerebral implica mayor número de células y de conexiones. Podría decirse que -con criterios evolutivos- el cerebro ha sido una inversión de alto riesgo por el gasto energético requerido para desarrollar y mantener un órgano tan exigente. Cuando nacemos, utiliza el 60% o más de lo que nuestro cuerpo consume. Y en la madurez, todavía sigue requiriendo entre el 20 y el 25% del consumo total. Y, sin embargo -para un individuo promedio-, representa apenas un 2% del peso de nuestro cuerpo. En un perro, por ejemplo, el mismo órgano consume alrededor de un 5% de su energía; le sale más barato. Claro -podrá decirse- da más trabajo hablar que ladrar. Sin duda, la emergencia del lenguaje aportó una nueva dimensión al desarrollo. Pero no es que nuestro cerebro gaste más porque hablamos sino, en todo caso, porque podemos hablar, entre otras cosas. Una verdadera inversión Para llegar a tal desarrollo cerebral fue necesario un período extendido de inmadurez posnatal, lo que requirió de estrategias sociales para lograrlo. Y esto, a su vez, abrió la posibilidad de un prolongado período de "tallado" social del cerebro, crucial para definir las características emocionales y cognitivas ulteriores. Decididamente, el cerebro es un órgano muy caro para la economía de nuestro cuerpo. ¿Cómo fue que los gastos de este órgano se dispararon a las nubes? ¿Y cómo pudimos tolerarlo? Este verdadero universo de delicadas e intrincadas comunicaciones sólo fue posible gracias a una serie de factores permisivos. Entre ellos, un cambio de dieta y un cambio social, y una estabilidad en esos cambios. De otro modo nuestro cerebro no hubiera sido viable. Para ello, el Homo cambió su estrategia de supervivencia. Su alimentación se hizo más rica en carnes -más rica en calorías y componentes- y de más fácil digestión que la dieta vegetal; se redujo el consumo de energía destinado a mantener el exagerado aparato requerido para procesar tanta fibra y celulosa. Sin este "trueque" en el gasto de energía (un poco menos de aparato digestivo y un poco más de cerebro) no hubiera sido posible el desarrollo de un órgano tan consumidor. Nuestros hábitos alimentarios, entonces, habrían contribuido a que este cerebro fuera posible. Cabe agregar, sin embargo, que un Australopithecus o un Homo erectus no hubiera podido parir un Homo sapiens: su pelvis no hubiera permitido el parto de un chico tan cabezón. Como puede apreciarse, varios factores contribuyeron para que sobreviviera un infante de Homo sapiens y que así llegáramos hasta nuestros días. Los chicos del futuro Es precisamente el deterioro de esos factores lo que hoy amenaza a vastas poblaciones de chicos pertenecientes a familias en condiciones de indigencia: la degradación del hábitat, de la contención familiar, de la nutrición, de la salubridad ambiental, de las expectativas del grupo. Debe tenerse en cuenta que el desarrollo cerebral no depende solamente de programas genéticos, sino también de influencias del medio ambiente. No cabe duda, la calidad de lo que comemos y comimos y de las experiencias que tuvimos -cuando chicos y también mucho antes, desde cuando éramos Homo, pero aún no éramos sapiens- afecta y afectó el desarrollo de nuestro cerebro y de nuestra mente. Sin ese lento proceso supeditado a una cantidad de factores externos y al crecimiento introspectivo y reflexivo, nuestro cerebro y nuestras capacidades mentales no hubieran llegado a ser lo que son hoy, un sistema complejo y exigente que no admite dudas respecto de su dependencia de esos factores que contribuyeron a su desarrollo. La riqueza de vocabulario permitió construir sofisticadas estructuras de pensamiento y desplazar, en alguna medida, el contacto físico que da el mutuo "acicalamiento" (grooming), como medio de refuerzo de las relaciones interpersonales. De no haber sido así se hubiera limitado el tamaño posible de las tribus humanas y estaríamos "acicalándonos" mutuamente un 70% de nuestro tiempo útil. Ergo, logramos tener más tiempo para contemplar y también para producir, tanto chatarra como belleza y conocimiento. El camino ha sido largo y riesgoso. Y el producto, una capacidad mental que depende, durante su desarrollo, del juego delicado y frágil de múltiples factores, que debemos proteger con políticas públicas adecuadas. Pero ese camino no termina aquí, con nosotros tal como somos. Nada indica que las fuerzas de la naturaleza hayan calmado sus músculos después de parir al Homo sapiens. Hacia dónde vamos Por ahora, la inversión en semejante ganglio cefálico generador de emociones y estrategias parece haber dado sus frutos, si se mide por la capacidad del Homo sapiens de explorar, invadir y adaptarse a territorios de la más variada calidad y de generar conocimiento, que es otra forma de explorar territorios. Sin embargo, transitamos un camino ya anticipado en demasiadas instancias históricas. Un camino que profundiza, por un lado, la generación de poblaciones humanas dominantes, con todas las ventajas del conocimiento aplicadas a su desarrollo desde el nacimiento -o antes- hasta, la ancianidad. Y que por otro lado, profundiza también la generación de vastas poblaciones marginadas, carentes durante el desarrollo del acceso a ingredientes esenciales, tanto nutritivos como culturales, o expuestas a condiciones de daño cerebral originadas en la negligencia social. Estas condiciones comprometen severamente sus opciones en la vida adulta, condenándolas a priori a roles secundarios en la organización de la gran comunidad humana. Algo que configura una verdadera inmoralidad evolutiva, además de una inmoralidad social: generar sistemas de castas entre miembros de una misma especie. Prohijar amos y esclavos, o mano de obra barata, de fácil reemplazo y con remotas perspectivas de poder modificar su realidad personal. En las actuales condiciones, puede anticiparse que la brecha abierta se irá ampliando, producto de un círculo vicioso donde la dificultad de acceder a un desarrollo óptimo o adecuado -neurobiológico, cognitivo y afectivo- comprometerá cada vez más la posibilidad de esos grupos humanos de acceder al conocimiento y a su utilización productiva. Conocimiento que, con el tiempo, se tornará a su vez más sofisticado, con lo que se limitará progresivamente la movilidad social y cultural. Si bien todo esto ha ocurrido con frecuencia en la breve historia del hombre, y aunque hoy el proceso se ha acelerado significativamente, también hoy se cuenta con los recursos y mecanismos para modificar la situación. Intentarlo o no es estrictamente una decisión política. Basados en la plasticidad de los procesos cerebrales y en la ciega -muchas veces insólita- inventiva de los procesos naturales, nos podríamos preguntar si acaso son éstas las condiciones potenciales para el ensayo de nuevas variantes de Homo sapiens. Es cierto que cualquier respuesta carecerá de certeza, pero cabría una conjetura que considero atinada: no hay a la vista razones suficientes para pensar que nosotros habremos de ser el último eslabón en el proceso evolutivo de los Hominídeos y de su dominante capacidad mental, salvo que cometamos suicidio colectivo. El principio de variedad Puede ser que en algunos círculos de poder, en algunos lugares del planeta, esta idea de una sociedad de castas ya forme parte de una visión geopolítica de la civilización futura. Una visión donde también encontrarían su lugar naciones dominantes y secundarias, o proveedoras a futuro de elementos tales como agua potable, fuentes de energía no renovable o biosfera para el recambio de dióxido de carbono. Para una visión tal, el planeta -y también lo que haya aún más allá de él- sólo representa un instrumento, un medio para mantener y perfeccionar el poder económico, político y militar. En todo modelo hegemónico -donde es muchas veces difícil no vislumbrar una actitud mesiánica- hay un fuerte componente egocéntrico, de unicidad. De uniformidad. La variedad de pensamiento inquieta. Actualmente, esta visión basada en el macho dominante, en el pensamiento único, en la estructura de poder, constituye una amenaza para la creatividad y variedad que significa el cerebro del Homo sapiens. Una visión tal contradice de raíz su potencial evolutivo y creativo, capaz de imaginar una obra de Kandinsky o del Giotto, aún estando en medio de un arenal o de nuestra querida y horizontal pampa húmeda. La variedad cultural es un legado de las múltiples ondas migratorias que comenzaron tal vez con el Homo erectus saliendo de Africa en distintas direcciones. En esa variedad está nuestra riqueza y nuestra capacidad de supervivencia. Para no frustrarlas es necesario, es imprescindible, la provisión de elementos y contextos óptimos desde edades tempranas del desarrollo individual. Fuente: Diario La Nacíon. (*) Científico del CONICET.
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