Por Mario Rapoport (*) A principios del mes de noviembre tuvo lugar en la Ciudad de Buenos Aires un encuentro que, por su importancia, merece ser destacado. Se trata de la “Reunión Ciencia, Tecnología y Sociedad”, que congregó a más de 300 científicos del continente americano para dar a conocer los últimos avances que se han alcanzado en la producción científica y tecnológica. Este cónclave coincidió a su vez con el inicio del evento Buenos Aires Piensa, que continúa en estos días y que es organizado conjuntamente por el Gobierno de la Ciudad y la Universidad de Buenos Aires. Más allá de estas iniciativas, que tienen por objeto llamar la atención de la comunidad en su conjunto y demostrar la necesidad de sostener socialmente el desarrollo de estas áreas, cabe preguntarse en qué medida éstas constituyen una prioridad en nuestro país. En ese sentido, una primera muestra de su escasa relevancia es la escueta participación que los gastos en investigación y desarrollo tienen en relación al Producto Bruto Interno. Mientras para la Argentina ese coeficiente fue del 0,41% en 2003, para Canadá (por mencionar una nación con la que son frecuentes las comparaciones) fue del 1,87%, al tiempo que para Alemania, por caso, rondaba el 2,5% (debiendo recordarse las abultadas diferencias en cuanto a los niveles de producto). Asimismo, es aún más ilustrativo contrastar el valor de dicho coeficiente con el 1,04% que en el año 2000 presentaba Brasil, y que supone un factor que incide e incidirá sobre las crecientes asimetrías entre los dos principales socios del Mercosur. Esta reducida inversión se manifiesta paralelamente en nuestra estructura de comercio exterior, en tanto la exportación de bienes con poco valor agregado y limitado grado de sofisticación tiene como contrapartida la importación de bienes de capital y de la tecnología no incorporada en aquellos bienes, que consiste básicamente en la transmisión de conocimientos técnicos. Ahora bien, la referencia al perfil comercial nos remite a las características del aparato productivo y a las políticas económicas que lo delinearon, siendo que son aquéllas las que determinan el papel que ocupa la innovación en el entramado productivo. Por ejemplo, la Argentina de principios del siglo XX, que en el marco de una elevada concentración de la propiedad rural basaba su dinamismo en las exportaciones de materias primas, ejercía un sesgo contrario a la producción local de tecnología por medio de la ausencia de todo proyecto industrializador, que redundaba en bajos aranceles a la importación de bienes manufacturados, a punto tal que ni siquiera el sector de maquinaria agrícola fue desarrollado. Esta desaprensión permite explicar la inexistencia de eslabonamiento productivo alguno en lo que hace a las actividades más dinámicas, que se encontraban en manos extranjeras, como ser los frigoríficos y los ferrocarriles. Desinterés que se plasmó en extremo en el Tratado Roca-Runciman, por el que el Estado nacional se comprometía, entre otras cosas, a otorgar preferencia a las empresas británicas en los contratos para aprovisionamiento de las empresas públicas, como YPF, lo que suponía relegar a un segundo plano tanto la posibilidad de abastecimiento local como las demandas técnicas (era Estados Unidos el que en ese entonces poseía la tecnología de punta). Es decir, resignaba su rol de promotor del desarrollo fabril para resguardar la cuota de las carnes argentinas en el mercado inglés. Ya con el modelo de sustitución de importaciones, el impulso dado a la actividad industrial y la necesidad de incrementar la producción agrícola, que era la que generaba los saldos exportables indispensables para solventar las importaciones de insumos y bienes de capital, conformaron una base objetiva que estimulaba la articulación de la investigación científica con el aparato productivo, y dieron lugar al surgimiento de la CNEA, el INTA, el INTI y el CONICET. Paralelamente, desde mediados de los años ‘50 y hasta el golpe militar de 1966, la Universidad de Buenos Aires, la más grande del país, vivió su etapa más brillante, durante la que se creó además un valioso instrumento de difusión, EUDEBA. Sin embargo, estos avances convivían con tendencias contrarias al progreso tecnológico local. Por un lado, el alto grado de protección que requerían los nuevos emprendimientos para no ser arrasados por los bienes provenientes desde el exterior, al no estar acompañado por mecanismos estatales que condujesen a un mayor nivel de competencia, desincentivaba los procesos de innovación. Por otro, la apuesta a los capitales extranjeros no incluyó ningún tipo de exigencia en relación a la participación de proveedores locales ni control sobre el pago de regalías, provocando una escasa repercusión sobre la eficiencia del resto de la economía y manteniendo fuera del país el centro de producción tecnológica, que permanecía allí donde se localizaban las casas matrices. Así y todo, hacia principios de la década del ‘70 se observaba cierta maduración, expresada en el aumento de las exportaciones industriales y en la evolución de algunas industrias controladas por el capital local, como la farmacéutica. Pero este camino se bloqueó a partir de 1976. El modelo económico implementado desde entonces afectó de diversos modos a la actividad científica y tecnológica. En primer lugar, la salvaje represión que exigía su aplicación derivó en la pérdida de numerosos investigadores, que continuaron la fuga de cerebros iniciada con la recordada Noche de los Bastones Largos del año ‘66, mantenida hoy bajo la forma del exilio económico. Para captar cabalmente la dimensión de esta sangría, en un artículo reciente de Tulio Del Bono, el secretario de la SECYT, se afirma que cerca de 7.000 científicos argentinos residen en estos días en el exterior, cantidad que supera con amplitud a los que trabajan en la Argentina en el marco de la carrera del investigador científico del CONICET. Peor aún: según Fernando Lema, del Instituto Pasteur de París, la Argentina invirtió en las últimas décadas 40 mil millones de dólares en preparar a los científicos que emigraron. Los países desarrollados y, en especial Estados Unidos, drenan así, a través de la fuga de cerebros, una parte sustancial de nuestros recursos a través de un financiamiento gratuito que no figura entre los pagos de nuestra deuda externa. En segundo lugar, la brusca reducción arancelaria, de la mano de un tipo de cambio permanentemente atrasado y de la liberalización financiera, condujeron a la reprimarización del aparato productivo y a la supremacía de la lógica especulativa, factores que relegaron a un segundo plano las estrategias de innovación por parte del sector privado. Con el predominio de las políticas neoliberales en los ‘90, siguiendo al pie de la letra las reformas estructurales propuestas por los organismos internacionales de crédito, se llegó incluso a poner en cuestión el rol mismo de las instituciones científicas en la sociedad. En el informe del Banco Mundial de 1995 se proponía, a fin de bajar el gasto público, la supresión lisa y llana del CONICET, lo que impugnaba, en general, la necesidad de tener una ciencia y tecnología propias, pues con la globalización era más conveniente obtener el conocimiento tecnológico directamente del exterior. Como señalaba Alberto Baldi, presidente de la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias, en el encuentro que mencionamos al principio, “decir que no debemos tener ciencia propia” es como aceptar también “no tener un arte propio, una pintura, una literatura, un pensamiento filosófico propios”. Por desgracia, esta idea está profundamente anclada en nuestro empresariado. En un reciente panel para la formulación del primer Plan Estratégico de Ciencia y Tecnología de Mediano y Largo Plazo, un representante de uno de los grupos industriales nacionales más importantes del país expresó que “el sector productivo tiene pocos requerimientos (de ciencia), ya sea porque las multinacionales tienen su centro de investigaciones en Detroit o porque, en muchos casos, en la Argentina se pueden hacer excelentes negocios sin necesidad de invertir en ciencia y tecnología”. Aquí -continuaba- “se privatizaron todos los servicios públicos y de esas exigencias (instalar laboratorios de investigación) no hubo nada”. Uno de los resultados es que el sector privado aporta sólo el 30% del total invertido en investigación y desarrollo, cuando en Canadá es el 48% y en Brasil el 40%. A fin de apoyar a las ciencias, en este último país, las empresas pagan un impuesto para investigación y desarrollo en materia de petróleo, gas y otras actividades productivas. Nada que ver con lo que pasó hace pocos años en la Argentina, donde en vez de proponer medidas parecidas, un ministro de economía mandó, sin vergüenza alguna, a los científicos a “lavar los platos”, porque consideró sus actividades como de escasa importancia. Es un hecho que la educación y los recursos destinados a la ciencia y la tecnología separan actualmente y separarán aún más en el futuro, al mundo desarrollado del que no lo es. Pero una política de estímulo a la actividad científica y tecnológica, como la que se busca impulsar a través de actividades como la mencionada en este artículo, está íntimamente asociada a los lineamientos generales que marcan el rumbo económico y social de cada país, y a la estructura productiva en la que ha de insertarse. De la dirección que nuestros gobiernos adopten en este sentido dependerá nuestro propio destino como Nación. (*) Especialista en História de la Economía, investigador del CONICET y Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Fuente: Diariohoy.net
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