El 8 de octubre pasado, el científico César Milstein hubiera cumplido 77 años de vida. Algunos testimonios que hicieron historia. Por
Cecilia Draghi (*)
Máxima supo a principios de 1927 que estaba esperando otro hijo. No había test de embarazo casero por ese entonces. Faltaban varias décadas para este eficaz y rápido diagnóstico. Y ella iba a dar a luz precisamente a quien con su investigación permitiría desarrollar esta técnica que brinda la primicia de la llegada de un bebé al mundo con una simple prueba en el hogar. Lejos estaba esta cuestión para esta docente de alma, oriunda de Entre Ríos, de apellido Vapñarsky de soltera hasta que se convirtió en la señora Milstein, luego de conocer a Lázaro. Él había nacido en un pueblito de Ucrania y desembarcó como tantos miles en estas tierras en búsqueda de nuevos horizontes. Hizo de todo, trabajos pesados en el campo, desde cargar bolsas hasta cosechar. No se detuvo en probar distintos oficios como carpintería y talló un destino distinto que lo llevaría al mundo del comercio. Estaba en esos primeros pasos, cuando se casó con Máxima. Bahía Blanca fue la ciudad que cobijó a los Milstein. Ya había nacido Oscar, tres años atrás, y aguardaban a César, quien finalmente apareció en escena el 8 de octubre y nunca dejó de recordar a su familia de origen que se completaría en 1931 con Ernesto. Es más, a ellos se refirió en las primeras líneas autobiográ-ficas, que como es tradicional escriben aquellos que logran el codiciado Premio Nobel. «Mi padre -testimonió- fue un inmigrante judío que se afincó en la Argentina y quedó a su propia suerte cuando tenía 15 años. Mi madre era maestra e hija de una modesta familia de inmigran-tes. Para ambos, ningún sacrificio era demasiado grande a fin de que sus tres hijos (yo era el del medio) fueran a la universidad. Yo no era particularmente un alumno brillante, aunque tenía una activa participación en los asuntos del Consejo Estudiantil y de política», escribió como parte de las líneas autobiográficas con motivo de recibir en 1984 el Nobel de Medicina por sus contribuciones al desarrollo de la biología molecular. Pero volviendo a su Bahía Blanca natal, cuando seguramente no soñaba con ese codiciado galardón, ni siquiera sospechaba cuál sería su vocación. Ésta, como él mismo la relató a la revista «Viva» de Clarín, «surgió de una manera muy extraña, lo recuerdo perfectamente. Mi madre tenía muchas hermanas y una de las mayores tenía dos hijas que me llevaban más de diez años. Estas primas habían estudiado bioquímica y una trabajó en el Instituto Malbrán. Recuerdo que yo tenía 11 ó 12 años y mamá le preguntó a la mayor qué hacia. Y mi prima le contó que estaban produciendo vacunas, y describió cómo sacaban veneno a las serpientes para hacer suero antiofídico. Yo la escuché fascinado», recordó. Y este sentimiento no pasó inadvertido por su madre, quien le compró el libro «Los cazadores de microbios» de Paul De Kruiff, quien con pasión relata historias de grandes científicos. «Este libro me dejó totalmente convencido de que era eso lo que yo quería hacer. Fue fantástico. Con el tiempo, encontré a muchos científicos que también habían leído ese libro cuando eran chicos y quedaron totalmente deslumbrados», memoró allá por 1995.
De Bahía Blanca a Cambridge Atrapado por cazadores, a los 17 arribó a la metrópoli porteña con un claro fin: estudiar en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. «Sabe usted -preguntó Milstein a José Claudio Escribano en una entrevista publicada en La Nación en el 2001- que en la facultad me llamaban El Pulpito? Ocurría que fundé una cooperativa para comprar libros y apuntes porque quien lo hacía hasta entonces tenía precios exorbitantes. Lo llamaban El Pulpo». Allí, como él mismo se define no era un estudiante brillante, pero sí un activo militante. Allí también conoció a su esposa Celia Prilletensky, quien sería su compañera de toda la vida. «Luego de la graduación, nos casamos y nos tomamos un año completo libre en la más inusual y romántica luna de miel, abriéndonos el camino a través de muchos países europeos, incluyendo un par de meses en kibbutz israelíes». En 1957 se doctoró en química, y un año después fue becado para estudiar en Cambridge, donde trabajó durante tres años en el Departamento de Bioquímica del Consejo de Investigaciones Médicas, hasta que volvió a la Argentina. Aquí en 1961 lo nombraron jefe del flamante Departamento de Biología Molecular del Instituto Malbrán hasta que con el golpe militar, fue intervenido, y Milstein decidió partir a Gran Bretaña. Ya no regresaría más que de visita. La requisitoria periodística no se hacía esperar luego de que recibiera el Nobel. Y cada vez que era posible no faltaban reportajes en que se le pedía su evaluación acerca de los científicos argentinos. A esto el doctor Milstein contestó en el 2001: «Como científicos son un valor difícil de explicar, pero creo es producto de un esfuerzo enorme, de haber llegado a algo a costa de un gran sacrificio. Percibo en los científicos argentinos un idealismo, una condición de actores de la aventura del pensamiento en términos que están ausentes en científicos de otras partes. Tal vez esto también tenga que ver con la sociedad argentina, que los respeta, como siente respeto por los intelectuales. Esto no pasa en todo el mundo», señaló a La Nación. Un
año más tarde, en marzo de 2002 murió en Cambridge el doctor Milstein,
quien fue el último premio Nobel que obtuvo la ciencia de nuestro país.
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