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Jueves 22 de agosto de 2002 Lo
"natural" es la tecnología No podemos cerrarnos a metodologías que puedan responder a necesidades médicas reales y no a caprichos estéticos, elitistas o discriminatorios. Por Alberto Kornblihtt (*) Dos semanas atrás, Francis Fukuyama escribió un artículo muy crítico sobre la biotecnología.(1) Coincido con él (¡qué horror para un respetuoso de las ideas de Marx coincidir con quien decretó el fin de la historia!) en que la clonación y las tecnologías genéticas aplicables a humanos debieran ser de interés de todas las personas, religiosas o no, y no sólo de aquellas que se oponen a la destrucción de embriones y al aborto. Tiene razón al afirmar que la característica principal del hombre es su extrema complejidad, que surge de múltiples y aún desconocidas interacciones entre los 30.000 genes que conforman nuestro genoma, y que la causalidad genética de la conducta y otras características de orden superior como la personalidad y la inteligencia es cuanto menos nebulosa. Como también lo es pretender "mejorarlas" a través de la ingeniería genética. Es cierto que una tecnología que busque manipular la naturaleza humana no sólo podría acarrear consecuencias imprevistas sino que podría minar la propia base de los derechos humanos respecto de la igualdad. No obstante, su negativa a la biotecnología humana merece ser debatida, ya que está inspirada en posturas de una ecología mal entendida (ecologismo) y en una definición arbitraria de lo natural. La especie humana apareció hace unos 200.000 años, o sea, "ayer" si se lo compara con la aparición de la vida, ocurrida hace 3.800 millones de años. Antes de la aparición del hombre, miles de especies animales, vegetales y bacterianas surgieron, se expandieron y se extinguieron. Se cree que el tiempo promedio de duración de una especie es de alrededor de 200 millones de años. La extinción es algo natural, en tanto y en cuanto ocurrió múltiples veces sin la intervención ni proteccionista ni destructiva del hombre (simplemente no estábamos) y probablemente seguirá ocurriendo pese a tal intervención. No hay duda de que la aparición del hombre ha producido profundos cambios en la estructura de los ecosistemas de la Tierra. Cultivamos la tierra, cambiamos el curso de los ríos, seleccionamos y domesticamos animales y plantas que no existían tal como hoy las conocemos en la naturaleza prehumana. Surcamos los aires en máquinas voladoras y la tierra en rodados veloces. Mantenemos alimentos y medicamentos en cadenas de frío producidas por electricidad, sin las cuales nuestra morbilidad y mortalidad serían espantosas. Operamos tumores que, de quedar donde estaban, nos matarían rápidamente. Curamos con cierto grado de racionalidad y mucho de pragmatismo decenas de enfermedades. Inventamos anteojos para "leer" desde moléculas hasta galaxias, pasando por el diario. Tomamos decisiones en base a informaciones transmitidas por la velocidad de la luz en forma inalámbrica. Podría seguir enumerando, pero me pregunto: ¿es todo esto natural o artificial? No dudo de que todo lo que hacemos es natural porque somos parte de la naturaleza y nuestra esencia humana consiste justamente en transformar la naturaleza. Si no fuera así, ¿alguien podría explicar qué tiene de "natural" (uso comillas para lo natural como lo de escasa o nula intervención humana) cultivar miles de hectáreas con una única especie como el trigo o el arroz, hecho fundamental en el pasaje nómade al sedentario de hace 10.000 años y base indispensable de la alimentación de los pueblos? O, ¿qué hay de "natural" en criar y alimentar vacas para luego matarlas en serie de un garrotazo, enfriar sus músculos por días para prevenir su contaminación bacteriana, asarlos al fuego y comérnoslos como bifes? El hombre es tecnológico por naturaleza a causa del desarrollo diferencial de su cerebro, que le confiere habilidades distintivas de especie, tales como hablar, calcular, computar, reflexionar, proyectar; pero también comprar, vender, mentir y sobornar. Cuando cambiar es mejorar Me parecen vanos los esfuerzos por preservar la naturaleza a imagen y semejanza de los tiempos prehumanos, supuestamente porque es más pura, en un contexto que no tenga como objetivo fundamental la preservación de la especie humana y los derechos básicos de sus integrantes. Por supuesto que debemos conservar, no contaminar, no destruir ni dañar todo aquello del ambiente que sea beneficioso directa o indirectamente para el hombre; pero también debemos modificar, transformar, humanizar, tecnologizar, revolucionar y socializar todo aquello que haga que la humanidad viva más y mejor, menos pobre y más feliz. Los cultivos transgénicos, por ejemplo, cuya derrota en Europa Fukuyama parece saludar, representan un desarrollo tecnológico donde entran en juego tanto prejuicios "naturalistas" como intereses económicos. Al igual que con cualquier variedad vegetal producida por cruzamiento, es imprescindible estudiar exhaustivamente la bioseguridad de cada variedad transgénica, esto es, comprobar que además del carácter beneficioso introducido (resistencia a virus, herbicidas, insectos, etc.) no presenta riesgos ni perjuicios comprobables para la salud humana y animal ni para el ecosistema. El adjetivo "transgénico" sólo se refiere a la metodología por la cual se obtuvo la nueva variedad y no a sus propiedades; no califica ni de bueno ni de malo; no nos informa (aunque le pongamos una etiqueta al producto) de su seguridad o peligrosidad, ni de su "naturalidad" o artificialidad. Un híbrido obtenido por cruzamiento tradicional puede resultar mucho más alejado de la norma "natural" que un transgénico. Habrá transgénicos donde los beneficios superan a los perjuicios y viceversa, por lo cual no se los debe ni prohibir ni imponer en su conjunto sino analizarlos individualmente, teniendo en cuenta los impactos biológicos, económicos y sociales. El clonado de embriones humanos por transferencia nuclear merece un capítulo aparte. Existe consenso entre los científicos en mantener una moratoria a la clonación reproductiva, esto es, a la obtención de bebés humanos clonados por transferencia de núcleos provenientes de células somáticas de otro humano y no por la clásica, y sin duda más divertida, reproducción sexual. Por un lado, no existen motivaciones médicas ni psicológicas de peso para la clonación reproductiva. Por el otro, las técnicas de clonación son por ahora artesanales, de baja reproducibilidad y eficiencia, y acarrean peligros de acumulación de mutaciones genéticas incontrolables de efectos impredecibles. Pero si naciera un bebé humano clonado sano, no sería más que un bebé al que habría de cuidar, alimentar, abrigar, querer y educar como a cualquier otro bebé y terminaría con una personalidad e identidad únicas. Porque somos mucho más de lo que mandan nuestros genes. Somos el inevitable e irrepetible resultado de la interacción de nuestros genes con el ambiente físico, cultural y social en que crecemos. En todo caso, la fantasía determinista no es un motivo válido para impedir la clonación humana. Distinta actitud debería tomarse frente a la clonación terapéutica, es decir, al uso de células embrionarias humanas con potencialidad de generar tejidos de reemplazo para adultos enfermos. Los posibles beneficios de estas investigaciones bien valen la pena de desenmascarar la hipocresía de quienes se niegan a utilizar embriones humanos generados de a decenas en los protocolos de fertilización asistida y que se sabe que nunca serán implantados en una madre sino que terminarán malográndose congelados por años en termos de nitrógeno líquido. También existe consenso entre los biólogos que las terapias con genes deben limitarse a órganos de adultos (terapia génica somática) y no dirigirse a las células germinales de modo de evitar que la modificación genética sea heredable. Suena razonable una intangibilidad transitoria de nuestro genoma por los mismos motivos arriba enunciados para la clonación reproductiva. Pero no podemos cerrarnos definitivamente a metodologías que en un futuro puedan responder a necesidades médicas reales y no a caprichos estéticos o con fines elitistas o discriminatorios. Cualesquiera terminen siendo las intervenciones del hombre sobre sus propios genes, nada nuevo se inventará respecto de la esclavización, sometimiento y explotación económica de un grupo de humanos sobre otro. No hace falta recurrir a la genética para generar desigualdad, discriminación, hambre, falta de educación y guerras. Ya existen, las tenemos aquí y en proporciones inmensamente mayores que las que podría generar cualquier manipulación genética. Las raíces de estos males están en el viejo capitalismo y no en los efectos de la nueva genética. Está claro que estos temas son demasiado importantes como para dejarlos solamente en manos de los científicos. Mucho peor si se los deja sólo en manos de políticos con representatividad cuestionada y escaso contacto con sus bases. La sociedad toda debe informarse, debe "exprimir" el conocimiento de los especialistas, sacar sus propias conclusiones y promover legislaciones cautas pero alejadas de fundamentalismos conservadores, es decir, de los que le temen a lo nuevo y pretenden frenar la historia por decreto. (*) Biólogo Molecular, Profesor de la UBA, e Investigador del CONICET. Esta nota fue publicada en Clarín, el lunes 12 de agosto de 2002. (1) El artículo original de Francis Fukuyama, puede consultarse aqui
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