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Míercoles 19 de marzo
de 2003 La enseñanza pública ha permitido varias cosas: en primer lugar, formar en algunas disciplinas y profesiones gente realmente muy capacitada, que tiene una visión de punta del estado de su área de conocimiento. En segundo lugar, que los estudiantes conozcan los problemas nacionales y puedan discutirlos desde una óptica pluralista, porque en ella están representadas todas las posiciones. Esto brinda un rico entramado para que surjan ideas y encuentren las soluciones apropiadas a los problemas con que se enfrenta el país. Y en tercer lugar -aunque no todos puedan llegar, porque creo que los chicos de las villas de emergencia no tienen muchas posibilidades de procurarse los libros y materiales de estudio que exige el nivel universitario- permite que personas de muchos sectores de la población accedan a la educación superior. A lo largo de mi propia experiencia como docente de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, por ejemplo, he visto jóvenes que mediante becas y el apoyo de la facultad llegaron a licenciarse en matemática y luego se convirtieron en profesores, no sólo en la Argentina, sino también en la Universidad de Columbia, en Los Angeles y en algunas universidades europeas. Por otro lado, la medida del valor de la universidad pública la dan todos aquellos que -por razones que algún día valdría la pena analizar, generalmente de carácter económico o político- han llegado a ocupar puestos importantes en el extranjero. Lo mismo puede decirse del éxito de tantos argentinos que ejercen la profesión docente en universidades de primera línea. Todo esto muestra que la universidad pública no es un desastre, como muchas veces se quiere hacer creer. Los que estamos en ella nos sentimos bastante orgullosos... lo que no quiere decir que no reconozcamos también algunos defectos. Y esto no lo digo yo, entusiasta de mi país, sino muchos profesores extranjeros que se sorprenden de la calidad de nuestras organizaciones educativas.
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