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Lunes 5 de septiembre de 2005 Esta situación por sí sola justificaría el ejercicio de recuperación de nuestro pasado que nos plantea la historia. Encontrarnos con momentos y protagonistas que nos permitan entender un poco más cómo llegamos a donde llegamos y, tal vez, aprovechar las experiencias del pasado. A continuación presentamos un trabajo de Eduardo Díaz de Guijarro sobre el innovador curso de ingreso -planificado y desarrollado por Eduardo Flichman- que la FCEyN puso en marcha entre los años 1964 y 1966. Recientemente fallecido, Flichman se ocupó tempranamente de problemas relacionados con la enseñanza de la física para luego saltar al terreno de la filosofía de las ciencias. Acompañando a Gregorio Klimovsky en su gestión normalizadora, retornó a la UBA en 1984 ocupándose de armar el curso de ingreso a Exactas y participando activamente en el debate sobre de la creación del Ciclo Básico Común. Sin la violencia de la fatídica Noche de los Bastones Largos, la historia volvió a repetirse. El 1985 una nueva intervención puso fin a la gestión Klimovsky y los esfuerzos de Flischman volvieron a caer en saco roto. Pero eso ya es otra historia. Por Eduardo Díaz de Guijarro (*)
Entre 1964 y 1966 se realizó una experiencia notable en el Curso de Ingreso de nuestra facultad: la enseñanza de la materia Física tenía como principal objetivo desarrollar el espíritu crítico de los estudiantes, poniendo permanentemente a prueba las supuestas verdades de la ciencia. De esa manera, se buscaba que el comienzo de los estudios universitarios no fuera meramente informativo sino formativo, anticipando así la modalidad con la cual un científico debería en el futuro encarar su trabajo. No sólo ninguna fórmula debía ser recordada de memoria, sino que se estimulaba a los aspirantes a que desde el primer día ejercitaran el poder de la duda y del diálogo. Podría decirse que lo que principalmente se pretendía era que aprendieran a preguntar y a preguntarse, una actitud que luego deberían mantener a lo largo de su carrera como investigadores o profesionales. Eduardo Flichman comandaba al dinámico grupo de docentes, todos muy jóvenes, la mayoría estudiantes aún de las últimas materias de la carrera. Con ellos organizó un curso que puede considerse paradigmático en la larga historia de los criterios para regular el ingreso a la universidad. Un curso formativo y vocacional Luego de algunos años de ensayos y preparativos, en agosto de 1964 se dio forma al proyecto, contando con un sistema cerrado de televisión que hacía llegar a todos los aspirantes las clases teóricas, que incluían generalmente demostraciones prácticas y ejemplos, elegidos de tal manera que motivaran el debate posterior. En las comisiones, los instructores y los ayudantes coordinaban la discusión con grupos de no más de treinta alumnos cada uno. Al comenzar las clases, en el segundo cuatrimestre de 1964, se distribuyó a los aspirantes un documento, con el título de “Un nuevo método de enseñanza”, en el que Eduardo Flichman explicaba cuáles eran sus principales objetivos: “Se pretende que el Curso de Ingreso sea formativo y vocacional. Es formativo un curso que enseña a estudiar, a pensar, a razonar, a trabajar en las asignaturas que se dictan. Desgraciadamente, la formación con que llega el estudiante secundario es, salvo escasas excepciones, penosamente baja. Más aún, hay una formación negativa, una deformación. El estudiante aprendió a memorizar, a repetir, a aceptar lo que le dice «el que sabe más», sea el libro, sea el profesor, sea el compañero «genio». Además, en general, teme plantear dudas o críticas, pues ha aprendido que, si lo hace, será mal interpretado por el profesor, cuya «autoridad» científica no debe ser discutida. El espíritu crítico, básico para el futuro profesional u hombre de ciencia, no se manifiesta. El «mejor alumno» es el mejor repetidor, el más neutro, el menos peligroso…” “…También debe ser vocacional, no sólo en el sentido de seleccionar vocaciones, sino en el de crearlas y desarrollarlas genuinamente. Sólo hay una manera de conseguir esto: haciendo estudiar y trabajar al alumno como lo hará luego en la Facultad y una vez graduado. La única manera de saber si se tiene o no vocación por una carrera es trabajar en ella. Estudiar con espíritu crítico. Resolver ejercicios y problemas y realizar experiencias como lo harán más tarde. Ninguna charla, conferencia ni folleto puede remplazar esto. De ahí la necesidad básica del Curso de Ingreso, irremplazable por un examen de ingreso.” (Eduardo Flichman: “Un nuevo método de enseñanza”, págs. 1 y 2) Ciencia, sociedad y cultura Pero no sólo se trataba de fomentar el espíritu crítico en la disciplina de estudio. El marco de referencia del planteo pedagógico era más amplio aún. Luego de explicar la necesidad de combatir las deformaciones que traen los estudiantes del colegio secundario “(memorización y repetición, 'rata', copiarse, falta de espíritu crítico, carencia de métodos de estudio, etc.)”, el documento abordaba el tema de la vinculación del estudiante y de la ciencia con respecto al país y al mundo. El futuro científico debe ubicarse como un sujeto dentro de la sociedad de la cual forma parte: “… hay otro tipo de deformación psicológica… que comparten muchos (no todos) los que se eximen de las primeras… Es una deformación más grave porque es una deformación social, producida no por la enseñanza secundaria, sino por la falta de visión social y de formación cultural que se da en muchos ambientes. “Se trata del alumno serio, que solamente piensa en estudiar…, pero que nunca pensó para qué… Que no le interesan los problemas de la ciudad en que vive, ni del país en que vive, ni del mundo en que vive... No se trata de negar a nadie el derecho a estudiar en nuestra Facultad los temas más abstractos y aparentemente poco prácticos. La posibilidad de ser útil a sus semejantes no radica tanto en la practicidad de la especialidad, como en la formación psicológica. …De lo que aquí se trata es de que el alumno, futuro hombre de ciencia o profesional, sea ante todo hombre, hombre entre hombres, y luego -en segundo lugar, modestamente- científico. Una persona que haya desarrollado su juventud sólo entre libros de texto carece de todo tipo de experiencia humana que le permita ser útil a la sociedad.” (Eduardo Flichman: “Un nuevo método de enseñanza”, pág. 3) Este enfoque estuvo presente en toda la tarea de preparación y de dictado del curso, y se correspondía con la concepción general imperante en la Universidad de Buenos Aires en aquellos años. En efecto, se trataba de concebir a los estudios universitarios como un compromiso con la sociedad. Lo que el Estado da al estudiante al permitirle cursar sus estudios gratuitamente en una universidad pública debe ser devuelto a la sociedad en forma de un servicio, ya sea profesional, científico o cultural. La Universidad de Buenos Aires entre 1955 y 1966 Luego de una época difícil, en 1955 había comenzado una reestructuración que llevó a la UBA a ocupar un lugar destacadísimo entre las universidades latinoamericanas. Obtenida la autonomía académica y la autarquía financiera, en 1957 se dictó un nuevo estatuto, estableciendo el gobierno tripartito, con representación de profesores, estudiantes y graduados. A partir de 1958, con la confirmación de Risieri Frondizi como rector de la UBA y de Rolando García como decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, aumentaron considerablemente los cargos docentes con dedicación exclusiva, se dio impulso a la investigación, creándose numerosos institutos especializados, se modernizaron los métodos de enseñanza, se fundó Eudeba, una editorial universitaria que publicó miles de títulos con tiradas enormes y de bajo precio, y comenzó a construirse la Ciudad Universitaria. Durante ese período, el sentimiento de defensa de la universidad pública era muy fuerte. Cuando la Iglesia Católica y algunos sectores económicos promovieron la posibilidad de que las universidades privadas otorgaran títulos habilitantes, se generó una fuerte polémica, tanto a nivel de discusiones ideológicas como de manifestaciones callejeras. Así surgió la llamada lucha “laica – libre”, una denominación no del todo feliz que resumía en realidad el enfrentamiento entre enseñanza estatal y enseñanza privada. En 1958 se reglamentó el artículo 28 del decreto ley 6403, que habilitaba a las universidades privadas a otorgar títulos equivalentes a las estatales, legislación que fue muy resistida por la UBA. Es interesante resaltar que la mayoría de los docentes que se desempeñaron en el curso de ingreso de física compartían una postura muy firme en defensa de la universidad pública. Los criterios pedagógicos y la participación dada a los estudiantes en el debate de los temas de la materia iban acompañados por la preocupación por los problemas generales de la universidad y del país. La vieja Manzana de las Luces La Facultad de Ciencias Exactas y Naturales tuvo un papel de vanguardia en la mayoría de las innovaciones de aquella época. En particular, el primer edificio construido en la Ciudad Universitaria, el actual Pabellón I, fue destinado a albergar los departamentos de Matemática, Física y Meteorología. En 1962 se instaló allí el Instituto de Cálculo, con su famosa computadora Mercury, y poco después se habilitaron los laboratorios de enseñanza y las aulas. En 1964 ese pabellón funcionaba a pleno y comenzaba la construcción del Pabellón II. Mientras tanto, los departamentos de Química, Biología y Geología seguían en el viejo edificio de Perú 222, la sede histórica que la facultad había compartido hasta hacía pocos años con Ingeniería y Arquitectura. El Curso de Ingreso se dictaba también allí, en varias de las aulas que rodeaban el patio central, utilizando sus pizarrones enormes y sus bancos de madera escalonados en graderías. Como en todo curso numeroso existía un problema: tanto los grupos de trabajos prácticos como las clases teóricas debían ser divididas en varios turnos y comisiones, y esto conspiraba contra la homogeneidad conceptual que se intentaba, considerando la originalidad del nuevo enfoque y la poca experiencia anterior en cursos de esta naturaleza. La inventiva de los responsables del curso y la prioridad otorgada al tema en la distribución del presupuesto permitieron encarar una solución revolucionaria para la época, la utilización de un circuito cerrado de televisión. Un televisor en cada aula
A fin de 1962 comenzó la preparación de un núcleo de trabajo, y a lo largo de 1963 se instalaron los equipos técnicos en el estudio, que estaba ubicado en el Pabellón I de la Ciudad Universitaria. A principios de 1964 comenzaron a filmarse las clases para el curso de física. No existían aún los video casetes, de modo que se utilizaba un grabador magneto-videofónico o un cinescopio. Las clases teóricas duraban media hora, con un breve intervalo, y eran dictadas por Eduardo Flichman. Generalmente incluían demostraciones prácticas, gráficos simples o esquemas con cartones magnéticos. En agosto de 1964 estas clases comenzaron a transmitirse hasta las aulas de Perú 222 mediante un enlace de microondas. En cada aula había uno o dos televisores, ubicados de tal modo que los aproximadamente treinta alumnos que componían cada grupo tuvieran una buena visión de la pantalla. La imagen, desde luego, era en blanco y negro. La preparación de los docentes había sido cuidada en todos sus detalles. Cada turno tenía un instructor, que había colaborado con el responsable del curso en la preparación de las teóricas y en el enunciado de los problemas para las clases prácticas. Cada comisión, a su vez, tenía un ayudante, designado por concurso, que era generalmente un estudiante avanzado de física y quien solía contar a su vez con otro ayudante ad-honorem. Con los tiempos muy bien pautados, luego de la clase televisada el ayudante orientaba la discusión del tema del día con los alumnos, siempre dentro del enfoque general del curso: nada debía aceptarse como verdad absoluta, todo debía ser cuestionado, los aspirantes a científicos debían dudar, preguntar, discutir. Luego de la discusión y la resolución de los problemas, otro fragmento filmado servía para fijar ideas y para plantear el nuevo tema, que debía ser estudiado por los aspirantes en sus casas antes de la clase siguiente. Sócrates, Galileo y los “Diálogos” Para la discusión y el estudio de cada tema también se utilizaba un recurso singular, los “Diálogos”. Esos textos, impresos y distribuidos por el Centro de Estudiantes de Física, Matemática y Meteorología (CEFMYM) habían sido redactados especialmente para ese curso por Guillermo Boido, uno de los instructores que trabajaba estrechamente con el responsable del curso, mientras que los ejercicios y problemas habían sido preparados por otros dos instructores, J. Pablo Schifini y Oscar Folguera. Los “Diálogos” no eran textos tradicionales y rígidos. Por el contrario, se basaban en la larga e ilustre tradición de dos grandes discutidores que establecieron hitos en la historia del pensamiento humano: Sócrates y Galileo. Un supuesto Cronista se infiltraba entre los alumnos del curso y tomaba nota de sus discusiones mientras estudiaban cada tema. En un lenguaje coloquial se reflejaban las dudas, los cambios de opinión, las diferentes soluciones posibles de un problema, tal como dos o tres de esos alumnos ficticios podrían expresar en sus casas, en el comedor de la facultad o en el colectivo luego de haber asistido a clase. En uno de los primeros capítulos, llamado “La física, ciencia inexacta”, se trataba el tema de los errores de medición. Tomás y Pablo dialogaban sobre el concepto de error sistemático: “Tomás: Pensá en este ejemplo: estás en la estación Retiro. Querés saber la hora y entonces consultás ese reloj enorme que hay en una pared. ¿No te parece que la indicación del reloj depende de la posición desde la cual lo mirás? Pablo: No veo por qué. Tomás: Acordáte de que las agujas están bastante separadas de la escala del reloj. Un observador que mira desde la izquierda ve desplazada la franja de indeterminación hacia la derecha, y viceversa. Pablo: De manera que también los errores sistemáticos dependen del observador. Así parece, por lo menos. Tomás: ¿Qué pasa si soy algo “chicato” y confundo los números de una escala? En lugar de 3 leo 8; en lugar de 6 leo 0 ¿Qué clase de error cometo? Pablo: Un error estúpido. Esa es una “equivocación” y no un “error”. Las equivocaciones no se estudian en la física. Además, si sos chicato, ¿para qué te metés a hacer mediciones? (Diálogos,
Clase 2, pág. 17 y 18)
Se trataba de que los alumnos se sintieran identificados con el tono del diálogo, lo mismo que con los trazos del dibujo, nada académico sino similar al que cualquiera de ellos podría haber hecho en su cuaderno o sobre un pizarrón. En otra clase, los dos alumnos imaginarios comienzan a discutir el concepto de vector: Pablo: Sólo falta atacar la última parte de la clase: la que trata acerca de magnitudes escalares y vectoriales. (Dudando) Bueno… no creo que haga falta. Eso ya lo sabemos. Cualquiera sabe qué es un vector. Tomás: Mmmm… ¿y qué es un vector? Pablo: Y… un vector… es un vector. ¡Qué se yo! Una flecha. Tomás: ¿Una flecha? ¿Y en Física existen “flechas”? Pablo: No. En Física existen “magnitudes vectoriales”. Tomás: ¿Y qué tienen que ver las flechas con las magnitudes vectoriales? Pablo: (Piensa) Me parece que me estoy haciendo un lío. ¿Vos entendés bien el problema? Tomás: (Irónico) …“Cualquiera sabe qué es un vector”, ¿eh? El asunto es más complicado de lo que yo pensaba. Anoche traté de sacar algunas “conclusiones”. Pablo: Bueno, entonces explicáme. Tomás: Empecemos por el principio: hasta ahora siempre hablamos acerca de magnitudes tales que, si medimos una cierta cantidad de esa magnitud, el resultado (o sea la “medida”) es un número real: esas son las magnitudes escalares. Pero hay otras magnitudes tales que, si medimos una cantidad de ella, el resultado de la medición (la medida) no es un solo número… (Diálogos, Clase 5, pág. 35) Luego continuaba el desarrollo del tema. Nada de definiciones formales, ningún recurso a la memoria para recordar conceptos rígidos. El estilo del texto, que era el material de estudio obligatorio, llevaba implícito lo que se procuraba fomentar en el estudiante: la duda, el razonamiento, la crítica permanente. Crear perplejidad En un trabajo redactado muchos años más tarde, el mismo Flichman aclara cuál era su estrategia para la enseñanza: “El docente desarrolla su tema de la manera más clara posible, sin trampas. Luego, cuando los alumnos aseveran haber entendido, llega el momento de plantear una situación aparentemente paradójica como resultado de lo que se expuso. Aparece la perplejidad. El docente explica el tema nuevamente y todos vuelven a aceptar que entendieron perfectamente. Pero la dificultad continúa. Comienza el debate. La discusión produce ruido, barullo, bochinche. Es el momento perfecto. Se concretó el primer paso. El aula silenciosa habría significado el fracaso del docente. El segundo paso consiste en lo que denomino “rebobinar”. Retroceder y buscar la falla en la comprensión. El ideal es que los propios estudiantes la encuentren, por supuesto con la ayuda del docente, que dará pistas. Termina la segunda etapa. El alumno no olvidará ni distorsionará jamás el concepto así adquirido. Al menos ese es el deseo del docente. … Los estudiantes aprenden que … en ciencia, son las preguntas las que gobiernan la investigación, no tanto como las respuestas, que nunca son definitivas.” (Eduardo Flichman: “La función de la perplejidad”, U.N. de Gral. Sarmiento). Las encuestas Otro aspecto que merece ser destacado es que la marcha del curso era evaluada periódicamente mediante la realización de encuestas anónimas a los alumnos. En ellas se preguntaba si los temas eran comprensibles, qué opinaban de las clases por televisión y, algo muy significativo, se pedía opinión a los alumnos sobre el nivel didáctico de los docentes. Cada año se realizaban concursos por antecedentes y oposición para cubrir los cargos de instructores y ayudantes. Cuando el aspirante ya había trabajado en el curso el año anterior, aún como ayudante ad honorem, los resultados de esas encuestas eran considerados como uno de los antecedentes más importantes. El final El curso de física se dictó, con las características que hemos descrito, en 1964 y 1965. En junio de 1966, cuando ya se había producido el golpe militar de Onganía, se realizó el concurso para designar los instructores que se harían cargo de los diferentes turnos en el cuatrimestre siguiente. El jurado estuvo integrado por Rolando García, decano de la facultad, Juan Roederer, profesor del Departamento de Física, y Eduardo Flichman, encargado del curso. Fue un concurso ejemplar, controlado por veedores estudiantiles, como era habitual en esa época. Luego de la evaluación de los antecedentes y de la presentación de un trabajo escrito, la prueba de oposición fue una lección más del método crítico y de la dinámica que se pretendía para el curso: los miembros del jurado sometieron a los aspirantes a un notable simulacro de debate, y designaron a último momento a uno más que el número previsto, para completar un equipo que incluyera entre sus miembros diversos matices y modalidades. Un verdadero ejemplo de trabajo en equipo. A los pocos días se produjo la intervención a la universidad y la tristemente célebre Noche de los Bastones Largos, que provocó la renuncia de la mayoría de los docentes de la facultad. Las nuevas autoridades impuestas por los militares anularon ese concurso ejemplar, dejaron sin efecto el curso de ingreso, remplazándolo más tarde por uno convencional, y disolvieron el grupo de Televisión Educativa. Tiempo después, alguien encontró unas grandes latas abiertas y trozos despedazados de películas, mezcladas con el barro del Río de la Plata en la costa de la Ciudad Universitaria. Ni siquiera habían tolerado que sobrevivieran las clases filmadas. (*)
Eduardo Díaz de Guijarro es Licenciado en Física y Magister en Ciencia,
Tecnología y Sociedad, (UNQ). Durante 1964 y 1965 fue ayudante del
Curso de Ingreso, y en 1966 fue designado Instructor de Física del
Curso de Ingreso. Actualmente es uno de los coordinadores del Programa
de Historia de la FCEyN. |
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